
Cruzo la puerta de entrada y me recibe una mujer que no conozco de nada con un abrazo más enérgico que los de mi madre.
Un poco intensa – pienso. A ver, me encantan los abrazos pero necesito un poquito de tiempo para darlos con tanto cariño.
Pero allí está esta mujer que me acompaña a dejar las cosas en una mesa y a sentarme en una butaca.
Me siento. Madre mía…es la butaca más cómoda del mundo. Una de estas que te arropan.
Se sienta.
Me mira.
La miro.
Y me pregunta:
– Paula, cuéntame…¿por qué estás aquí?
Buena pregunta.
Esa era una historia que había empezado unos meses antes.
¿Por qué decidí ir a terapia?
Decidí ir a terapia un sábado. Juraría que era finales de mayo o principios de junio.
Lo cierto es que hubo un detonante. Claramente, no me levanté un sábado sin más y se me ocurrió que quería ir a terapia.
El detonante fue que me asusté. Mucho.
Me asusté de lo que sentía y de la fuerza con la que lo sentía.
Me asusté porque lo que sentía dolía. Y dolía en la boca del estómago como si alguien me estuviera pinchando allí mismo.
Me asusté porque no podía dejar de llorar, casi no podía respirar y nadie me podía calmar.
Me asusté porque yo no era así. Y no quería serlo.
(O eso era lo que creía por aquel entonces.)
Te preguntarás si sé cuál fue el motivo para estar así.
Lo cierto es que sí, lo sé. Vaya si lo sé…Y lo sufrí. Vaya si lo sufrí. Y saberlo fue, quizás, lo peor. Porque una tontería tan grande, algo tan absurdo y tan infantil no me podía estar afectando de aquella manera.
Perdona que no entre en detalles pero lo cierto es que esa historia no es solo mía y sería una falta de respeto publicar sobre la vida personal de la gente que tanto quiero.
En realidad, no te pierdes nada porque el origen de aquella situación era lo de menos. El problema real es que yo estaba allí un sábado de finales de mayo o de principios de junio llorando y temblando sin poder parar.
Y en ese momento, en el que los sentimientos estaban tomando control sobre mi vida, me di cuenta de que quería buscar ayuda.
Y eso fue lo que hice.
Llamar a una terapeuta.
Te voy a ser sincera. Lo que yo quería era sentarme delante de alguien, contarle mi historia y que me diera dos o tres herramientas o técnicas para evitar que me volviera a pasar lo mismo otra vez.
Pero lo que me encontré fue justamente todo lo contrario.
1 hora de sesión…
Y llegamos a aquel día en el que me siento en la butaca más cómoda del mundo, miro a esta mujer y le explico que yo no quiero sentir ese dolor nunca más.
– Vaya…- me dice. Entonces estás en el lugar equivocado, porque aquí lo que vas a aprender es a sentir. Y a veces, eso duele.
Estaba sentada delante de una terapeuta Gestalt, así que allí no se trataba de hablar desde la cabeza, sino desde el corazón. Y yo no estaba preparada para eso.
Me la quedo mirando con cara de:
¿Por qué voy a querer sentir el dolor?
Y antes de que le diga nada, me dice:
– ¿Con cuáles de las 5 emociones te identificas más? ¿Miedo, alegría, tristeza, rabia o amor? Elige 3.
No lo dudo ni un instante.
– Alegría, rabia y amor.
– ¿Y qué pasa con el miedo y la tristeza?
Me quedo pensando y le digo:
– No me gustan.
– Porque duelen – Me dice la muy capulla.
– Puede ser…- le digo sin ganas.
Pero es verdad.
Según íbamos hablando, la cosa estaba cada vez más clara.
Allí estaba yo, con 37 años, sentada delante de una completa desconocida y descubriendo que llevaba toda mi vida esquivando el miedo y la tristeza.
Parece ser que las bloqueo. Así de sencillo. Las siento un ratito y mi ejército de defensa las derriba. Se las carga de un plumazo.
Boom.
Así, sin darle muchas más vueltas…para no sufrir.
Hasta que de repente, aquel sábado de finales de mayo o principios de junio, mi ejército de defensa me mandó a tomar por saco. Y me dijo:
– Mi querida amiga…Ha llegado el momento de sentir.
Y, si llevas un tiempo leyendo este blog quizás recuerdes cuando te conté el subidón que me dio con la meditación, cuánto sentía los sentimientos y qué bonito era todo y blablabla….
¡Pues toma sentimientos!
Claro, aquellos me gustaban porque eran la alegría y el amor.
Me creía que podía sentir solo los que me daban placer pero resulta que no. Que va el pack completo.
Que los seres humanos somos alegría y amor pero también tristeza, rabia y miedo. Con todos sus derivados.
Y que tenemos que darle cabida a todos ellos porque si no, llega un día, con 37 años, que petas.
…3 días llorando
Salí de la terapia secándome todavía las lágrimas y con una sensación rara.
Era como si todo mi mundo se tambaleara. Como si todo lo que yo soy estuviera ahora en entredicho.
Volví a casa con una frase de la terapia todavía resonando en mi cabeza:
– Estas sesiones – me dijo la terapeuta – te ayudarán a descubrir si la vida que llevas es la que realmente quieres. Te servirán para tomar mejores decisiones en base a lo que sientes.
Wow…Too much. Y pienso:
¿Y si esta no es la vida que quiero vivir? ¿Y si el miedo me está paralizando? ¿Y si he llegado hasta aquí por lo aprendido desde pequeña?
Y literalmente me peta la cabeza.
Llego a casa y me pongo a llorar porque me abruma todo lo que la terapia me puede hacer ver.
Me paso 3 días llorando (literalmente). Y pienso que esta mierda no es para mí.
Que yo soy feliz así y que paso de sentir miedo o tristeza. ¿Para qué? A ver…¿quién es tan idiota que quiere sentirlos?
Pero entonces, recordé aquel sábado de finales de mayo o principios de junio y pensé: «Venga. Vale la pena intentarlo».
Y ahí estamos.
Por eso siempre digo que la terapia es para valientes. Porque saca mucha mierda y hace mucho daño.
Pero es para valientes que quieren encontrar una mejor versión de sí mismos.
Así que si me preguntas si merece la pena ir al psicólogo…Te diré que sí. (De momento).
Y como dice una persona maravillosa que conocí un día en un retiro.
En realidad, no es que valga la pena es que vale la alegría.
Así que si tú también vas a terapia y te apetece compartir tu experiencia, no lo dudes y déjame un comentario. Seguro que me ayuda a no dejar de ir. ¡Te leo!